La pasada nochevieja, más de cien vagabundos y desarrapados, personas con tantos problemas que no hay perchero que los aguante, cenaron blinis de caviar en un albergue de Brooklyn gracias a un anónimo benefactor.
Habrá quien piense que dar caviar en un comedor público es un despilfarro estúpido. Y puede que lo sea. Pero he sabido que le preguntaron a una vagabunda qué le había parecido, y ella respondió que “durante un minuto, me sentí como una princesa”. No dijo que le hubiera gustado el caviar, una comida difícil en el país del culto al ketchup; no mencionó la textura de las huevas de esturión, ni habló del toque sutil de las levísimas crepes y la mantequilla ni de la alegre acidez del limón que dan al sentido del gusto la plenitud de su nombre. Al tomar caviar, aquella mujer se sintió como una princesa.
Habrá quien piense que dar caviar en un comedor público es un despilfarro estúpido. Y puede que lo sea. Pero he sabido que le preguntaron a una vagabunda qué le había parecido, y ella respondió que “durante un minuto, me sentí como una princesa”. No dijo que le hubiera gustado el caviar, una comida difícil en el país del culto al ketchup; no mencionó la textura de las huevas de esturión, ni habló del toque sutil de las levísimas crepes y la mantequilla ni de la alegre acidez del limón que dan al sentido del gusto la plenitud de su nombre. Al tomar caviar, aquella mujer se sintió como una princesa.