27 de febrero de 2010

La aparición


Hace unos días, en una visita de respeto al cementerio, una mujer estupenda, una mujer fatal como salida de una obra de Jardiel Poncela, me chistó entre unas tumbas lejanas, me llamó “joven” y me hizo gestos con la mano para que me acercara.

Aquello me desconcertó y me dejó a medias de un avemaría que venía rezando.

La mujer, de alivio, media melena, nariz de cirujano y cuerpo de Letizia, me volvió a chistar. Me giré por si llamaba a otro, y cuando comprobé que en aquel cuartel funerario sólo estábamos ella, unos tres mil yacentes y yo, fui a su encuentro.

Saludé y me sonrió, y aunque me sonrió, vi sus lágrimas. Entonces me alargó un frasco de un carísimo perfume y me dijo que no conseguía abrirlo. Lo abrí con esfuerzo y ella lo vació sobre la tumba mientras decía: “A Eduardo le encantaba”. Y yo, tonto de mí, añadí: “Su marido tiene que oler mejores perfumes en el Cielo”. Ella suspiró sin mirarme: “Ay, no era mi marido. Y jamás se mereció el Cielo".

Una vez más, y ya van mil, recordé demasiado tarde que tengo que aprender a callarme.